El descubrimiento de otros parajes, otros pueblos y culturas que difieren de lo que estamos acostumbrados a ver despiertan nuestra curiosidad y abren nuestra mente. Los viajes, en definitiva, fomentan nuestra imaginación y desarrollan nuestra creatividad.
Una de las fuentes de inspiración más importantes que existen es precisamente esa: el conocer nuevos lugares.
Léon Belly (1827-1877), fue un pintor francés fascinado por el mundo exótico y desconocido de Oriente, al igual que les sucedía a muchos de sus contemporáneos. Su primer viaje a esas tierras fue en 1850, acompañado de otro pintor, Léon Loysel. Ambos participaban en una misión científica con el objeto de estudiar la geografía local. En este viaje bordearon el Mar Muerto y empezó a plasmar en sus obras lo que veía y sentía. Entre octubre de 1855 y 1857, Belly visitó Egipto en dos ocasiones y el desierto del Sinaí.
Existen multitud de cuadros que reflejan el mundo de Oriente, sus costumbres, colores y exotismo, pero esta obra es única. Describe un tema muy ambicioso y complejo: la representación del peregrinaje a La Meca de una larga caravana de fieles que atraviesan el desierto.

«Peregrinos yendo a la Meca», 1861.
La composición de la obra transmite grandeza y equilibrio. La columna de peregrinos, aparentemente infinita, forma una pirámide que alcanza la parte superior de la imagen donde se encuentra la figura del guía, con semblante seguro y confiado, y retrocede a través de una llanura interminable, desprovista de color y de sombra.
A diferencia de otras imágenes idealizadas por el Romanticismo, esta obra ofrece un retrato más realista de los peregrinos como individuos, aunque a este respecto hubo críticas sobre todo por el hecho de que la figura del guía aparezca con el torso descubierto, algo impensable bajo el sol abrasador.
Uno de los grandes aciertos de esta obra, que ha fascinado a quienes la han contemplado, es el tratamiento de la luz. Belly era especialmente sensible a la diferente luz y color que existe en el desierto como él mismo escribía a su madre:
“El color y los contornos del paisaje tienen una belleza que me deja sin aliento. No hay palabras para describir el maravilloso colorido y la armonía que existe entre un cielo violeta, la arena teñida de púrpura y oro contra un mar turquesa”.
Se mostró por primera vez al público en el Salón de París de 1861 donde obtuvo una Medalla de Primera Clase, el mayor galardón. Ya entonces fue considerada una de las obras maestras de la pintura de temas orientales. El cuadro fue comprado por el Estado francés y expuesto en el museo de Luxemburgo hasta 1881. Actualmente se exhibe en el Museo de Orsay, en París.
El público fue especialmente sensible al audaz efecto producido por el largo séquito que avanza hacia el espectador. Un crítico afirma además, que «de regreso del Salón, parecía que cada visitante hubiese formado parte de la caravana». Sin embargo, se alzaron voces discordantes. En la Gazette des Beaux-arts, un observador reprocha a Belly no haber respetado algunas convenciones: «Los Peregrinos yendo a la Meca presenta un grupo demasiado compacto tal vez y la proporción de los camellos es exagerada, en relación con la figura humana».
Aunque la gran importancia fue la originalidad al escoger el tema y el tratamiento de la luz, Belly pretendía lograr otro significado que la mera representación de un acontecimiento religioso. El pintor creía que había una religión universal y una sola fe en el mismo Dios. Por ese motivo se piensa que los tres personajes situados a la izquierda del cuadro: un hombre de pie acompañando a una mujer con su niño, montada en un burro, representan a la Sagrada Familia, según afirma el autor P. Wintrebert en su tesis sobre el pintor, escrita en 1974.
Esta obra pudo verse en la exposición temporal “El canto del cisne. Pinturas académicas en el Salón de París” celebrada en Madrid en 2015.
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Bibliografía:
“The Sahara: A Cutural History”, Eamonn Gearon. 2011.
“The orientalist, painter-travellers”, Lynne thornton.